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Sagot :
Vi el otro día en EL PAÍS una foto de Berlusconi y Fini, el presidente del Congreso italiano. Berlusconi estaba al fondo, serio, de frente, y mostraba un asombroso e inquietante parecido con una figura de cera. Quiero decir que su rostro no era de naturaleza carnal, sino de materia inerte, puro plástico. Sin duda su aspecto es un resultado de la transfiguración quirúrgica, de los implantes y los recosidos, de los muchos trabajitos de cirugía estética. Parece haberse puesto de moda últimamente entre los dirigentes políticos mundiales el rehacerse la cara en el quirófano. Ahí está la argentina Cristina Fernández, por ejemplo, brutalmente siliconada (probablemente sería guapa sin todo eso), o la presidenta de Brasil, la recién elegida Dilma Rousseff, que ha admitido haberse hecho dos operaciones estéticas, aunque en este caso deben de ser menores, porque hay que reconocer que a Dilma se le nota menos la carnicería. Por no hablar de Vladímir Putin, que hace poco apareció con unos sospechosos moretones en la cara que mismamente parecían las secuelas de un lifting, y de quien además se diría que es un vigoréxico, o sea, una de esas personas excesivamente obsesionadas por la musculatura.
En realidad, no sé por qué me extraño de esta predisposición de los mandatarios a remendarse el físico: la cirugía plástica se está convirtiendo en algo habitual en la gente de la farándula, es decir, en todos aquellos que viven de la cara, y por desgracia la clase política cada día se queda más en la superficie de las cosas, más en la forma de las cejas que en la calidad de las ideas que supuestamente se agolpan detrás. Nuestros políticos son vendedores de apariencias, y las apariencias que hoy se venden mejor son las recauchutadas. Aun así, no deja de sorprenderme que los ciudadanos puedan creer y confiar en un dirigente que engaña hasta en el grosor y la forma de sus labios. Si el pellejo, que es algo tan visible, ya es una mentira, ¿no es de temer que las palabras, que son mucho menos verificables, resulten aún más falsas?
A menudo la gente me pregunta quiénes han sido los individuos más interesantes de los cientos de personajes famosos que he entrevistado, y siempre contesto lo mismo: salvo excepciones, los tipos anónimos son mucho más atractivos que los importantes. Ahí, en la realidad de cada día, es donde surge la veracidad, la intensidad, el talento. Incluso el heroísmo. Es el caso de Manuel González, por ejemplo. Manuel, que tiene hasta un nombre con vocación de anonimato (es tan común que resulta difícilmente memorable), fue el rescatador chileno que descendió el primero en la cápsula Fénix II hasta encontrarse con los 33 hombres atrapados debajo del desierto de Atacama. Tiene 46 años, es un experto en perforación vertical y lleva doce años trabajando como rescatador de mineros. Seguro que en ese tiempo ha pasado por momentos angustiosos y peligrosos. Por trances quizá más duros que este último. Pero, claro, no tenía a medio planeta contemplando su proeza en directo.
En cualquier caso, ese hombre modesto descendió el primero, probó la viabilidad de la cápsula con su propia vida, se quedó ahí abajo durante 25 horas y, lo que todavía me parece más angustioso, salió el último. Héroe es aquel que hace lo que debe en una situación ante la que la mayoría de las personas encontrarían excusas razonables para no hacerlo. Por eso el héroe de verdad ni se da cuenta de que lo es: solo cumple con el papel que le ha tocado. Cuando Manuel González llegó abajo y se reunió por fin con los mineros, el planeta entero esperaba con avidez mitómana sus primeras palabras. Y lo que dijo fue: "Estoy feliz de la vida, pero cagao de calor". Ah, qué pequeños son los héroes de verdad: y es justamente esa pequeñez lo que los hace grandes. Se preguntarán qué tiene que ver todo esto con los birriosos mofletes de goma de Berlusconi. Pues verán, a mí me parece que bastante. Entre esos dirigentes tan famosos y esos rescatadores usualmente ignorados que se meten en las tripas de las minas, me parece atisbar una línea metafórica que define la condición humana. Arriba, en lo alto, la artificialidad y la impostura. Abajo, en los subterráneos cotidianos, la autenticidad de lo real. Cuando el pomposo fingimiento de los diversos Berlusconis me llena de desaliento, pensar en los Manolos cagaos de calor que hay en el mundo me hace recordar dónde está la vida.
En realidad, no sé por qué me extraño de esta predisposición de los mandatarios a remendarse el físico: la cirugía plástica se está convirtiendo en algo habitual en la gente de la farándula, es decir, en todos aquellos que viven de la cara, y por desgracia la clase política cada día se queda más en la superficie de las cosas, más en la forma de las cejas que en la calidad de las ideas que supuestamente se agolpan detrás. Nuestros políticos son vendedores de apariencias, y las apariencias que hoy se venden mejor son las recauchutadas. Aun así, no deja de sorprenderme que los ciudadanos puedan creer y confiar en un dirigente que engaña hasta en el grosor y la forma de sus labios. Si el pellejo, que es algo tan visible, ya es una mentira, ¿no es de temer que las palabras, que son mucho menos verificables, resulten aún más falsas?
A menudo la gente me pregunta quiénes han sido los individuos más interesantes de los cientos de personajes famosos que he entrevistado, y siempre contesto lo mismo: salvo excepciones, los tipos anónimos son mucho más atractivos que los importantes. Ahí, en la realidad de cada día, es donde surge la veracidad, la intensidad, el talento. Incluso el heroísmo. Es el caso de Manuel González, por ejemplo. Manuel, que tiene hasta un nombre con vocación de anonimato (es tan común que resulta difícilmente memorable), fue el rescatador chileno que descendió el primero en la cápsula Fénix II hasta encontrarse con los 33 hombres atrapados debajo del desierto de Atacama. Tiene 46 años, es un experto en perforación vertical y lleva doce años trabajando como rescatador de mineros. Seguro que en ese tiempo ha pasado por momentos angustiosos y peligrosos. Por trances quizá más duros que este último. Pero, claro, no tenía a medio planeta contemplando su proeza en directo.
En cualquier caso, ese hombre modesto descendió el primero, probó la viabilidad de la cápsula con su propia vida, se quedó ahí abajo durante 25 horas y, lo que todavía me parece más angustioso, salió el último. Héroe es aquel que hace lo que debe en una situación ante la que la mayoría de las personas encontrarían excusas razonables para no hacerlo. Por eso el héroe de verdad ni se da cuenta de que lo es: solo cumple con el papel que le ha tocado. Cuando Manuel González llegó abajo y se reunió por fin con los mineros, el planeta entero esperaba con avidez mitómana sus primeras palabras. Y lo que dijo fue: "Estoy feliz de la vida, pero cagao de calor". Ah, qué pequeños son los héroes de verdad: y es justamente esa pequeñez lo que los hace grandes. Se preguntarán qué tiene que ver todo esto con los birriosos mofletes de goma de Berlusconi. Pues verán, a mí me parece que bastante. Entre esos dirigentes tan famosos y esos rescatadores usualmente ignorados que se meten en las tripas de las minas, me parece atisbar una línea metafórica que define la condición humana. Arriba, en lo alto, la artificialidad y la impostura. Abajo, en los subterráneos cotidianos, la autenticidad de lo real. Cuando el pomposo fingimiento de los diversos Berlusconis me llena de desaliento, pensar en los Manolos cagaos de calor que hay en el mundo me hace recordar dónde está la vida.
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